Sobre la necesidad e importancia de la salvación en la historia, a propósito de Pascua de Resurrección

Semana Santa representa una fecha muy especial para el mundo cristiano porque encapsula lo esencial de su mensaje espiritual: el misterio pascual. Pero, ¿qué quiere decir esto? La etimología ofrece un buen punto de partida: “Pascua” es un término latino que proviene del griego paska formado a partir del hebreo pesah que significa “paso”. En otras palabras, si lo que se conmemora en esta festividad es la resurrección de Jesucristo al tercer día de haber sido crucificado, es porque, con su sacrificio, selló definitivamente el “paso” de la muerte a la vida y, con él, el retorno de la humanidad a su primitivo estado de gracia cuando fue creada por Dios, recobrando, una vez más, la posibilidad de hacerse acreedora de los bienes de la vida sobrenatural.

Por eso la Resurrección de Jesús ocupa un lugar central en la vida cristiana; recupera la esperanza de que es posible vencer a la muerte y la imbuye en el dogma de la salvación. Esto último también nos recuerda que el cristianismo fue uno de los tantos cultos soteriológicos –del griego sōtēria, que significa justamente “salvación”– que por entonces abundaban al interior del Imperio Romano. En efecto, antes de que Augusto restaurase el orden, la trama del Mundo Mediterráneo se había visto envuelta en una aguda crisis que, tal como sucederá en el siglo III de nuestra era, provocó un malestar generalizado en la sociedad, marcado por la angustia, el pesimismo y el desaliento. En síntesis, un verdadero taedium vitae derruía la existencia y las personas le volvieron la espalda a la historia, mostrándose mucho más receptivas de buscar amparo en las fuerzas místicas. En un ambiente así, la religión romana, caracterizada por ser demasiado formalista y por un ritualismo exacerbado, dejó de ser un referente espiritual; el dolor que anidaba en la población requería profesar un culto interior, es decir, que calase en lo más íntimo del ser para superar la desesperanza aprendida.

Fue esta situación crítica la que propició la penetración de religiones mistéricas como lo eran, precisamente, los cultos orientales. El mismo cristianismo se trata de una religión que procedía del Oriente, y si bien cabe encasillarlo dentro de los muchos cultos soteriológicos que por entonces ofrecían una solución frente a los problemas del presente, ciertamente no era “uno más”: primero, porque la salvación que ofreció no se trataba de una promesa por lograr sino ya lograda gracias a la Resurrección de Jesús, esto es, un acontecimiento histórico protagonizado por un determinado sujeto histórico –por más que después adquiriese tintes legendarios–, confiriéndole un fundamento concreto y racional que la distanció de las otras religiones mistéricas que, muy por el contrario, estaban basadas en hechos estrictamente míticos. Por otra parte, porque, siendo una religión trascendente, en tiempos de crisis no negó la historia; al contrario, decidió actuar en la realidad temporal y a partir de ella presentó su propuesta de salvación, toda vez que la espera en un Más Allá obligaba a asumir una postura histórica comprometida con el devenir, pero sin por ello dejar de superarlo.

Leonardo Carrera Airola, Académico de la Licenciatura en Historia UNAB Sede Viña del Mar.

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