EL SURF EN REVISTA DEL SÁBADO DEL DIARIO “EL MERCURIO”

Reportaje en Revista del Sábado – Diario “El Mercurio”
Febrero 26, 2005

Lecciones en Pichilemu, la Capital de las olas
MAR ADENTRO

¿Qué puede llevar a alguien a meterse en el frío mar chileno, tragar litros de agua salada y soportar el golpe de las olas una y otra vez? para resolver esta duda existencial, un reportero con nula experiencia sobre una tabla decidió aprender a surfear con los expertos de Pichilemu. Aquí, el relato de esta fría y muy mojada experiencia. Y un vistazo, también, al mundo más íntimo de la tribu del surf.

Por Marcelo Ibáñez – Fotos: Julio Maillard

“El océano. La fuerza viva más poderosa sobre la faz de la Tierra, capaz de absorber la energía de los peores cataclismos y salir intacto”, recita Jean Paul Cadet con su cara cubierta de protector solar. Desde las alturas observa el ancho paisaje de la playa de Punta de Lobos, clavando su mirada en el incesante devenir de las olas. Jean Paul (35) habla como si leyese en la brisa marina un evangelio revelador. Él es mi instructor de surf, un místico de agua salada que abandonó el mundanal ruido hace ya quince años para adentrarse en alta mar con su tabla y escuchar en silencio el rugido del océano, mientras agradece a Dios por las olas que éste le envía. Él es mi maestro y yo, su aprendiz sin talento acuático. Uno que intentará dominar en tres días las lecciones básicas para correr olas.

Inmutable, Jean Paul sigue su monólogo como si se tratara de una oración: “Con el poder para devastar los continentes, el mar alberga en sus profundidades la riqueza de la vida. Su poderosa energía se expande a través de las olas, continúa viajando por la tierra y sale al espacio, siguiendo así su recorrido infinito”. Entonces Jean Paul enmudece y llena sus pulmones con la fragancia salada del atardecer.

Lo siento, pero en esta ceremonia surfer metafísica soy un ateo sacrílego. Me pregunto si el agua está demasiado fría. Temo acabar, lleno de calambres, alimentando a los peces en el fondo del mar. O, en el mejor de los casos, rescatado por un helicóptero. Mientras mi instructor comienza a darme el informe meteorológico versión olas, sólo pienso en cómo debo agarrar la tabla para que me tape la panza. Porque mientras Jean Paul asemeja un estilizado súper héroe marino, a mí el traje de goma me hace ver como Adam West, el clásico Batman sesentero.

Mientras recorro la playa poniendo cara de experimentado surfer y entrando la guata, los bañistas me miran con curiosidad. Como si viesen varar un lobo marino en la arena.

ESE MAR QUE INTRANQUILO ME BAÑA

Mi maestro del surfeo zen dice que debo controlar mi vanidad y mi ego. Que todo el tiempo aparecen tipos a tirar pinta con sus tablas nuevas, y que sin saber mucho, se meten a los lugares donde los surfistas experimentados toman las olas. Que terminan revolcándose en el agua y saliendo apenas. “El mar sabe lo que tiene adentro. Si entras con arrogancia simplemente te bota”, me advierte.

Arrogancia es lo que menos siento ahora. Aunque quisiera, difícilmente podría llegar solo al medio del océano. Parece que Jean Paul lee mis pensamientos, porque lo segundo que me dice es que no me preocupe, que ha visto tipos con el doble de mi peso surfeando. “Eso sí, eran hawaianos, tipos que crecieron al lado del mar. Lo más importante es tu motivación”. Como yo crecí en medio del cemento, me apronto a beber litros de agua salada. Por último, Jean Paul me entrega la lección más importante. Algo que debí recordar, pero que lamentablemente terminé olvidando: “Ante cualquier señal de cansancio o dolor, me avisas para salirnos”.

Yo no me baño en el mar chileno desde los doce años. Porque es muy frío y porque la última vez, mientras capeaba olas en Quintero, una me dio vuelta como si fuese un calcetín perdido en la lavadora. Terminé escupiendo arena con sabor a algas y con la garganta cerrada de tanto tragar sal. De ahí, nunca más. Hasta ahora, que camino con una tabla amarrada a mi tobillo, hundiéndome lentamente en el mar, como si fuese un poeta suicida.

A medida que avanzo, el agua sube de nivel y las olas me golpean con más fuerza. Aunque estoy sólo a unos treinta metros de la orilla, la gente en la playa se ve pequeñita. Me siento listo para mi primera clase. ¿Qué tan difícil puede ser subirse de guata a una gruesa tabla de dos metros?

El mar se demora un suspiro en demoler mis esperanzas. Tardo apenas tres segundos en darme vuelta. Mientras aguanto la respiración bajo el agua, Jean Paul rema hacia mí como un delfín al rescate de una tortuga. Una con el caparazón patas arriba, manoteando desesperada.

Una y otra vez me subo a la tabla enfrentando las olas. Pero una y otra vez caigo. Una y otra vez trago sal y saco la cabeza buscando aire. Y sobre mí, el mar continúa su martillar incesante.

De pronto viene la calma. Levanto la vista. No hay puntos de referencia. No hay tiempo ni ruido. El cielo y el agua tienen un brillo prístino. Supongo que son los cristales de sal en mis ojos los que hacen que todo se vea nuevo y puro. Hasta que una nueva serie de olas acaba con la poesía zen y todo se comienza a mover de nuevo. Una y otra vez.

Camino hacia la orilla en contra de la corriente mientras Jean Paul navega suave hacia mí. Se baja de su tabla para afirmar la mía. “Encuentra tu equilibrio interno, siente tu respiración. Todo en el surf es estar en armonía”, me dice. Pero apenas la suelta, mi cuerpo me da vuelta. “El problema es que tu estómago es muy blando. El agua lo mueve y te desequilibra”, sentencia entre ola y ola, “pero al menos has demostrado que tienes espíritu”. Me siento como el protagonista de El viejo y el mar en versión sobrepeso, luchando contra mi tabla como si se tratase de un pez enorme y escurridizo.

Sigo con mi pequeña lucha épica contra las olas por 45 minutos. Derrotado, pongo los pies en la arena decidido a rendirme. Entonces el señor Miyagi versión marina sentencia: “Recuerda que el 70 por ciento de tu cuerpo es agua. Nacimos en el agua y probablemente surgimos ahí. Es nuestro medio original. Sólo tranquiliza tu respiración y encuentra tu equilibrio”, me dice sentado en su tabla, flotando majestuosamente al ritmo de la marea, mientras yo escupo agua salada. Intento hacer yoga en medio del mar, con la voluntad del vencido que se entrega mansamente a su derrota. Sin ansiedad y sin esperanza, respiro hondo con la mente en blanco. Me recuesto mientras Jean Paul afirma mi tabla. Y por fin logro el equilibrio. El mar comienza a mecerme suavemente. Es casi mágico. Las olas me levantan y me recuestan con una ternura maternal, mientras pequeños trozos de espuma acarician mi cara. Miro hacia atrás y me doy cuenta de que Jean Paul soltó mi tabla hace rato. Entonces me veo de niño, en el momento exacto en que comprendí que por fin pedaleaba solo. Y soy feliz. Hasta que una ola más poderosa vuelve a derribarme.

REMA, FORREST, REMA

Jean Paul me lo dijo: “El surf es como andar en bicicleta. Una vez que aprendes algo, no se te olvida más”. Es cierto. Lo otro que me dijo es que apenas notara cansancio le avisara, pero la sensación de flotar en las olas es demasiado relajante. Después de tanto esfuerzo quiero disfrutar mi minúsculo logro, y olvido que no sé remar. Cuando noto que la playa se ve lejos, muy lejos, trato de avanzar hacia la orilla. Pero la corriente me arrastra mar adentro. Me niego a ser el debilucho que pide auxilio a su instructor, así que sigo intentándolo. Cuando una ola me bota y no toco fondo, la preocupación se convierte en temor. Intento subirme a la tabla, pero mis brazos no responden. Lo logro a duras penas, pero un terrible calambre ataca mi pantorrilla. Entro en pánico; llegó la hora de matar el ego. Entonces dejo de remar y me convierto en la doncella que grita socorro a la deriva.

Me aferro al leench de Jean Paul ¬la cuerda que une al surfista con la tabla¬ como si fuese mi última esperanza. Me pide que lo ayude remando, pero soy incapaz. Tengo la voluntad nublada por el miedo. Después de casi diez minutos, Jean Paul logra remolcarme hasta la orilla. Mareado, reventado y con ganas de vomitar, me arrodillo en la arena. Ni siquiera tengo fuerzas para levantar mi tabla. Media hora después, tomando leche con plátano para mi calambre, observo cómo los surfistas de verdad buscan olas en alta mar. Estoy en el surf camp donde Jean Paul hace clases, sentado sobre un peñón de vista magnífica. Los surfistas merodean el punto de quiebre, se deslizan suaves y seguros como oscuros tiburones. Reman durante nueve minutos para llegar donde rompen las olas. Y cuando logran deslizarse sobre una, lo hacen por escasos 25 segundos. Se lo comento a James, un profesor inglés de paso por Pichilemu, que lleva seis meses recorriendo el mundo en busca de olas. Al escucharme, sonríe como un viejo lobo de mar. “Serán los mejores 25 segundos de tu vida. Cuando logres surfear una ola lo entenderás. Después querrás surfear un tubo, y después olas cada vez más grandes. No lo podrás dejar”. Esa noche, mientras mis músculos palpitan con voluntad propia, la película marina de mi primer día se repite. Intento dormir, pero estoy demasiado ansioso por que llegue el amanecer. Entonces comienzo a entender la obsesión de la que hablaba James.

SURFING PICHILEMU

Dicen que Pichilemu es la capital del surf chileno. Eso, porque aunque la costa nacional está plagada de buenas y mejores olas, este pueblo costero tiene un población surfer que llega al centenar ¬entre los locales y aquellos que llegaron a radicarse¬ y un puñado de leyendas propias. Entre las más recientes están tipos como Cristián Merello ¬un surfer que con sus 22 años ya ha grabado videos en Isla de Pascua, Indonesia y toda la costa nacional¬ o Ramón Navarro, hijo de un pescador de la caleta del pueblo, experto en olas grandes, actualmente radicado en Hawai. Pichilemu recibe surfistas extranjeros durante todo el año, y en sus olas se han deslizado íconos mundiales como Miki Dora y Chris Malloy.

“Se parece a California hace cien años”, me dice Tom, un carpintero y surfista que viene de allá, mientras mira pasar mujeres desde la terraza del hotel Chile España. Es mediodía y descanso de mi segunda clase. Dos horas en la mañana tratando de aprender a remar, sin muchos avances. Pero al menos las olitas ya casi no me botan. Mientras espero que llegue el atardecer para entrar al agua de nuevo, camino por el pueblo. No sé si Chris tenga razón, pero si alguien filmara una película de surfers chilenos, Pichilemu sería una gran locación. Una donde el pastel de choclo se mezcla con el mariscal. Es que Pichilemu tiene el aspecto de una ciudad fronteriza, un pueblo donde se cruzan el campo y el mar. Un lugar con tipos caminando con su tablas bajo el brazo entre huasos sacados de una postal de rodeo, todo bajo una banda sonora que mezcla el rap de Dr. Dre con las rancheras.

Faltan tres horas para que se esconda el sol y el agua estás más tibia que nunca. Al primer intento logro remar 15 metros hacia Jean Paul. Con un movimiento uniforme y seguro me deslizo suave enfrentando las olas. Segunda lección aprendida. Cuando viene una ola mayor, hundo la tabla. La mitad de las veces logro pasarla sin problemas. Incluso aprendo a girar para quedar de frente a la playa y así intentar tomar la ola, pero no lo hago con la rapidez suficiente. Desacostumbrado al ejercicio, me canso rápido. Entonces Jean Paul decide regalarme mi primera ola.

Esto es lo que los surfistas de verdad llaman, despectivamente, “hacer una playita”: deslizarse en la espuma de una ola cercana a la costa. El truco de tomar una ola, cualquiera sea su tamaño, es llegar al punto exacto donde ésta va a romper, girar y comenzar a remar fuerte. La inercia hace el resto. No basta con saber flotar, remar y dar vuelta; además, es necesario saber leer el mar. Porque las olas en Pichilemu nunca rompen en el mismo lugar. Así que para ahorrarme los años de experiencia, Jean Paul las ve venir de lejos y me dice dónde esperarlas.

Estamos así un rato, dejando pasar las olas chicas, hasta que me grita que reme. Y como no lo hago lo suficientemente rápido, Jean Paul me da un empujón.

Estoy a punto de comprender por qué hay tipos que hablan todo el día de olas, que prefieren pasar cinco horas en el mar a tener novia, que dejan sus trabajos para surfear todo el tiempo o que son capaces de arriesgar la vida por deslizarse en monstruosas montañas de agua. La sensación de salir proyectado por la fuerza del mar es simplemente alucinante. La ola ruge y la playa se acerca a toda velocidad. Uno se siente liviano y libre, pegado a la tabla, con la extrañísima sensación de estar estático mientras el resto del mundo avanza rápido en dirección a uno. Y por primera vez en estos días, termino gritando eufórico entre las olas.

DÍA CERO

Hoy es el día de las fotos. Está nublado. Floto y remo con mayor seguridad que los días anteriores. Hago unas playitas con ayuda de Jean Paul, pero esta vez intento pararme. No lo logro. La ocasión en que estoy más cerca demoro dos segundo en caer. Lo hago sobre una pequeña roca, pero mis manos impiden darme de cabeza. Un pequeño susto que se pasa con una nueva playita. Quiero seguir, pero los días de mar me tienen agotado. Mientras descanso sobre la arena, Jean Paul me cuenta la historia de su día cero, el día en que se sintió realmente un surfista. En esa época Jean Paul vivía en Totoralillo y llevaba casi un década surfeando. Entonces llegó una gran marejada de invierno. Mientras los pescadores intentaban salvar sus botes, un par de surfistas miraban con la boca abierta la fuerza del océano, sin atreverse a entrar. Jean Paul tomó su tabla. Los pescadores le dijeron que estaba loco y los surfistas le desearon suerte. Entonces entró al agua. A los segundos se dio cuenta de que su remada era inútil. Arrastrado por la corriente hacia unas rocas, comenzó a remar con todas sus fuerzas mientras oraba en silencio, hasta que encontró un canal que lo llevó al punto de quiebre. Mientras la masa de agua se convertía en una montaña de seis metros, el corazón de Jean Paul se aceleraba al máximo. Entonces la corrió. “Terminé saliendo por un cruce de caminos. La marejada hizo que el mar cortara la carretera. Ese día supe que con fe, podía tomar cualquier ola”.

Al despedirnos, Jean Paul me invita a volver. Me dice que deje de fumar, que mejore mi estado físico nadando en la semana, y que vaya a Pichilemu a practicar. “Me vienes a visitar, agarramos las tablas y nos metemos al agua”. Yo, que recién estoy aprendiendo a dominar lo básico, se lo agradezco en silencio. Porque entiendo que ya no se trata de clases pagadas, de un intercambio comercial entre instructor e instruido, sino que simplemente de dos tipos ¬uno experimentado y otro menos que novato¬ flotando juntos en medio del mar.

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