Rescatamos Relato del escritor Manuel Rojas: VERANEO EN CAHUIL, año 1966; fragmento del libro “A pié por Chile”.

LIBRO “A PIE POR CHILE” (Fragmento), del Premio Nacional de Literatura: MANUEL ROJAS.

NOTA: Corresponde al relato de experiencias vividas por el propio autor, junto a su familia, del veraneo en Cáhuil, el que pese a situaciones frustrantes no fue óvice para volver; lo que hizo en muchas ocasiones. Incluso -tal como se señala en párrafos aparte- motivó a incluir un personaje cahuilino en la novela “Punta de Rieles”.
Así como él, muchos se han enamorado de ese bello “rincón de Cáhuil”, como el propio connotado pintor Arturo Pacheco Altamirano, quien no resistió pintar dos o tres cuadros con imágenes playeras de esta localidad lacustre.
Otros, en el campo de la música, como Luz Montecinos quien escribió los hermosos versos de la canción -con música del profesor Cabrera- que hoy está instituida como el Himno de Cáhuil.

VERANEO

CAHUIL, LINDA PLAYA..
Así decía el aviso: “Cahuil, linda playa”… . Era un aviso sin gracia, carente de la agresividad que por lo común tienen los avisos económicos. Parecía redactado por alguien que sufría de arterioesclerosis. Durante varios días lo leí. Me llamaba la atención el nombre de Cahuil, que es el nombre de un pajarito de color blanco que abunda en las costas de Colchagua. Pero esto es lo que supe después. Fui a ver a la persona que ponía los aviso, resultó ser una señora. Esta señora, después de informarme sobre el canon de su “chalet”, me dio noticias de Cahuil y hasta me hizo un croquis del pueblo, un croquis tan sin gracia como el aviso y en el cual me indicaba el camino en el que había que seguir para ir de Pichilemu a Cahuil, cómo bajaba este camino entre los cerros, donde estaba el mar, donde estaba el pueblo y donde estaba la laguna de Cahuil. Con este croquis (que después resulto que estaba al revés, ya que donde se indicaba la laguna estaba el pueblo y donde se indicaba el pueblo estaba el mar), acompañado de mi mujer y de cuatro niños, emprendí el viaje. Dije a mi mujer: – Imagínate que vamos a una aventura. Nada más.
Estuvimos de acuerdo, y llegamos a Pichilemu después de un largisimo viaje. Allí nos recibió un viento que amenazaba con llevarse la estación. La gente que venia con nosotros desapareció tan rápidamente que llegamos a creer que se las había llevado el viento. Nos quedamos solos.
Deje a los míos detrás de unos vagones cargados con sal y me puse a buscar a alguien que me informara respecto a lo que tenia que hacer. De pronto un hombre rubio, pequeño, surgió de detrás de unos sacos de leña donde se guarecía del terrible viento. Le conté lo que me pasaba y le pedí ayuda. Al oírme decir que iba a Cahuil, me miro como si le hubiera dicho que iba al polo sur. Me dijo: – Pero, señor, ¿A quien se le ocurre? Allá se va a morir de hambre. No hay pan, no hay carne, no hay nada. Quédese aquí, más mejor.
Pero yo, que había pagado el arriendo de un “chale”, que había gastado dinero en pasajes y en transporte de bultos: Camas, comestibles, vajilla, etc., después de rogarle que hablara más bajo para que no se enteraran los niños de lo que nos esperaba, le dije que necesitaba vehículo en que irme a Cahuil, que estaba a 14 km. De Pichilemu. Me cobro tan caro como si en realidad fuera a llevarle al polo sur y poco después se apareció con una carretita tirada por un caballo y con un coche con toldo.
Echamos arriba los bultos, y después de encaramarme con mi gente a la jardinera, emprendimos viaje.
La carretita, conducida por el hombre rubio, parecía volar por el camino. Ibamos a favor del viento, y éste, soplando con una fuerza que me hacia recordar los vientos del estrecho de Magallanes, azotaba nuestro coche con una violencia que al principio nos atemorizó, pero que después provocó en nosotros una alegría verdaderamente dionisíaca.
Entre una nube de polvo rojo, azotados por el tremendo “surazo”, en medio de gritos y carcajadas, emprendimos el viaje hacia Cahuil, linda playa…

CAHUIL
Es una aldea situada a 14 Km. al sur de Pichilemu. Ubicada a orillas del estero Nilahue y cerca de la desembocadura de este estero en el mar, posee, como sitio de veraneo, el doble encanto de ser muy poco poblada, pues no tendrá mucho más de 100 habitantes, y de tener baños de mar, fríos y tibios. Digo tibios, porque el estero Nilahue, en ciertas horas, a las horas en que baja la marea, tiene una temperatura de laguna mediterránea, tal vez como la de Aculeo, mucho más baja que la temperatura a que estamos acostumbrados en las playas de Viña, Papudo, Zapallar, etc.
Media hora después de salir de Pichilemu vimos, desde lo alto del cerro, la “laguna” de Cahuil. Tiene el verde marino más hermoso que uno se puede imaginar. Un solo grito salió de la jardinera en que viajábamos. ¡Cahuil! En realidad no es una laguna, aunque así se le llama. Sus aguas son, por lo menos en esa parte, saladas y tienen flujo y reflujo. Cuando la marea sube en el mar, las aguas, debido tal vez a que la laguna tiene un nivel bajo, penetran por el estero en pequeñas y suaves olitas. Cuando la marea baja, las aguas de la laguna se vacían en el mar, y en sus orillas de arena quedan pozas tibia donde los niños y los viejos retozan alegremente.
Las dunas que rodean a Cahuil en su parte norte están casi todas plantadas de pinos y eucaliptus. Pero el eucaliptu tiene aquí una forma rara. Vistos de lejos, parece un árbol frutal. No tiene la altura ni el aspecto que tiene en nuestra tierra. En Cahuil el eucaliptu se achaparra; tal vez el viento tiene la culpa de este achaparramiento. Además, la arena, aunque en algunas partes cubre el tronco en más de un tercio, no le puede prestar mucha firmeza. De modo que entre el viento que lo amenaza y la arena que no puede defenderlo contra el viento, el eucaliptu ha adoptado por una estatura modesta.
Desde lo alto, y mientras la jardinera baja lentamente, pues el declive es muy pronunciado y corremos el peligro de que los caballos no puedan sostener el peso del vehículo, miramos Cahuil con su laguna, sus humildes ranchos y salinas, pues Cahuil es, por excelencia, una aldea productora de sal. En la margen norte del estero se ven las canchas salineras, con sus cuarteles centelleando al sol En esa aldea vamos a vivir durante un mes, entre gente desconocida y en una casa que no es la nuestra. ¿Cómo lo pasaremos? Al hacerme esta pregunta recuerdo lo que me ha dicho el hombre en Pichilemu:
-¿qué va hacer a Cahuil, señor? Allá no hay pan, ni carne ni leche. Se va a morir de hambre.
Miro mi mujer y mis niños, que no saben una palabra de esto, y ciento que el estómago se me achica de puro miedo.

EL TIEMPO EN CAHUIL
No me refiero aquí el tiempo sideral o al tiempo civil, sino al tiempo económico, o sea, a la valorización del tiempo como medida de trabajo. Por ejemplo: si yo gano cien pesos diarios como empleado o como cualquier cosa, difícilmente me decidiré a realizar un trabajo que no me dé cómo ganancia algo igualo superior a la que normalmente gano. Una suma inferior a una tercera parte me producirá ya un poco de flojera; si es inferior en dos terceras partes, me producirá, además de flojera, molestia, y si es inferior a una tercera parte más, me producirá una profunda indiferencia. Además, no creo que nadie tratar nunca de proponerme ningún trabajo que tenga como salario una suma de veinticinco pesos diarios. Le daría una mirada pulverizadora y un no, más pulverizador todavía. Si lo que me ofrecen es una ganancia extraordinaria, lo aceptare; pero si me la ofrecen como ganancia seca, escureta, la rechazaré. Todo esto en el caso que yo ganara cien pesos, cincuenta o mil. La cantidad es lo de menos.
Pues bien. Una de las cosas que observé en Cahuil es la indiferencia por la relación que hay entre el tiempo que uno demora en realizar un trabajo y la ganancia que de este trabajo saca. No sé si se deba esto a que los hombres de Cahuil no tienen un trabajo fijo, sujeto a horario, y por esto les es indiferente el tiempo, o si el tiempo les es indiferente porque sí. Cualquier ganancia – cinco, diez, cincuenta o cien pesos- les es igual. La cuestión es recibirla. Conocí en Cahuil a un hombre moreno, de ojos verde, muy si simpático, que poesía, además de una participación en una salina, un trozo de terreno de rulo, bastante grande, dos o tres cuadras, que cultiva en compañía de su hijo mayor. Este hombre aparejaba en ocasiones tres o cuatro mulas, las cargaba de sacos de sal y salía muy de madrugada, por la costa, en dirección a Rapel. Dejaba la sal en algunos fundos del camino, donde a su vuelta, le darían trigo en cambio, y seguía viaje.
Llegando a Rapel, esperaba dos, tres, cuatro o cinco días a que los pescadores sacaran una cantidad suficiente de peces, de modo que, además de la entrega que tenían obligación de hacer, les quedara algo que pudieran darle, y entonces daba la vuelta. Estos dos, tres, cuatro o cinco días parecían no tener valor para él y creo que hubiera esperado, con la misma paciencia, una semana o quince días estos días no le aumentarían, de ningún modo, la ganancia, pues, de todas maneras, la cantidad de pescados que iba ha llevar sería igual, ya que la capacidad de sus mulas no aumentaba con el tiempo. A su vuelta recogía la sal y vendía el pescado en Pichilemu. ¿Cuánto ganaba? No lo supe nunca. Lo que si supe es que siempre llegaba a Cahuil con una borrachera más o menos pareja en cada viaje. Descansaba diez o quince días y salía de nuevo. El trigo no le produciría gran ganancia, pues era un producto de la sal que entregaba, la ganancia estaba pues en el pescado, para traer el cual esperaba todo el tiempo que fuere necesario. Calculo que ganaría por todos cincuenta pesos.
Su hijo era lo mismo. Una noche salió a caballo hacia Bucalemu, en busca de erizos. Lo vi. Volver en la mañana del día subsiguiente. Traía dos sacos de erizos que fue a vender a Pichilemu. Cuando le pregunte cuanto había ganado en al operación, me contesto que veinte pesos. Y parecía feliz.

EN LA PLAYA
Seguramente hablar del mar no es ninguna novedad. Es algo tan viejo como la tierra y ha sido estudiado y navegado por miles de hombres. Sin embargo, su valor o su interés es siempre nuevo para el hombre ¿Porque? Miro al mar y cada vez que lo miro lo encontró idéntico: el mismo color, las mismas olas, igual movimiento. Nada cambia en él, salvo cuando hay tempestad. Y, aun es así, es igual, pues la tempestad es solo un agradecimiento de su oleaje, nada más que un cambio de proporciones en su movimiento.

Entonces, ¿Qué es lo que me lleva, lo que lleva a cientos de criaturas a pasar horas, contemplándolo? No lo sé.
¿Por qué el mar suscita pasiones en el alma de muchos hombres, pasiones semejantes a la pasión religiosa, a la pasión política y a la pasión científica? Hay seres que quieren ser marinos, así como otros quieren ser sacerdotes, directores de pueblo o sabios. ¿Por qué? Personalmente, siento que el mar anula mi personalidad y que me absorbe hasta un grado extremo. Cuando estoy frente a él no puedo hacer sino dos cosas: caminar o mirarlo. Imposible pensar abstractamente, imposible también pensar en dos cosas materiales. Por momentos siento que llegan hasta mi conciencia, como pequeñas olas silenciosas, algunos pensamientos acerca de problemas generales o personales; pero esos pensamientos desaparecen tan silenciosamente como llegan, no se prenden a mí, como en la ciudad.
Nuevamente ¿por qué? Siendo el mar exclusivamente material, vivo, produce en el hombre algo como un trauma psíquico. Lo aturde, lo esteriliza como ser pensante, lo anula como ente de acción psíquica.
No sé si a los que viven toda su vida junto a él les suceda lo mismo. Puede que no. O puede que esta sensación mía sea exclusivamente mía. Pero miro la playa y veo llena de seres tendidos inmóviles, que parecen estar bajo el influjo de un anestésico espiritual. Y si se mueven, si andan, su movimiento o su marcha no tienen el aire de un movimiento o una marcha propia de un ser que piensa, no; es la marcha de un ser que vive la vida material. Caminan erguidos, marcialmente, gimnásticamente, o corren lanzando gritos animales, sin sentido, que el ruido del oleaje apaga inmediatamente.
Frente al mar, y en traje de baño, ¡qué distinto es el hombre de la ciudad, el empleado de oficina, el médico, el obrero, el padre de familia! Desaparece ese aspecto de preocupación, ese aire de bueyes cansados que muchos tenemos en la ciudad. El mar parece limpiarnos de las menudas –y, sin embargo, tan importantes –preocupaciones materiales y espirituales que nos denominan en Santiago.
¿Es lo que se llama descanso? Sin duda, Sin duda, lo es. Al llegar al mar, entramos en una zona de silencio y de paz. El mar los denomina, calma nuestros nervios más íntimos y apaga nuestros más angustiosos sentimientos. Miremos el mar, amigos, y gritemos y corramos detrás de los niños, ándemos hasta cansarnos olvidémonos de todo. El mar, que nos subyuga, también nos liberta. Gocemos de esta libertad, bajo este yugo tan maravilloso…

PESCADOS Y PESCADORES
Durante muchos años – diez, veinte- he oído hablar del abaratamiento del pescado y del mejoramiento de la situación de los pescadores. ¿Cuántos artículos he leído sobre la materia, firmado casi siempre –a través de esos años- por los diversos directores de caza y pesca que se han sucedido en la República? Proyectos por aquí, propósitos por allá. A fin de cuentas, es decir, después de todo el pescado sigue caro y los pescadores continúan en igual situación. Creo que se han traído técnicos de toda índole y se han estudiado nuestro mar casi gota por gota pejerrey por pejerrey. El Público ya no sabe qué pensar:
Hay gente que asegura que nuestros mares no tienen iguales en el mundo por su abundante y sabrosa fauna marina; otra, en cambio, sostiene lo contrario: nuestros mares son pobrísimos.
¿Qué hay de verdad en todo esto? ¿Por Qué no abarata el pescado? ¿Por qué nuestros pescadores desde que los conozco- son siempre los mismos desharrapados hombres, con sus pobres chalupas y sus rudimentarios útiles? No lo sé y creo que nunca llegará nadie saberlo.
A través de mí vida he visto seres de aspecto miserable, de ropa rotas e inverosímilmente parchadas, agotados por la pobreza o por el trabajo. Pero entre todos esos seres no creo haber viste ninguno que produjera tan triste impresión como uno cualquiera de nuestros pescadores, impresión que se agrava si uno piensa que estos hombres son unos esforzados trabajadores. Porque ser pescador en Chile significa ser un héroe. Salir a las seis de la tarde, en invierno o verano, y pasar la noche en el mar, a bordo de un botecillo, mal alimentado, tapado con sacos y pedazos de tela, mojado, helado de frío, es ser un hombre, con todos los atributos que un hombre tiene o debe tener.
Y así ¿cuántos años? El gremio de pescadores debe ser uno de los más favorecidos por el reumatismo y la tuberculosis. Y no puede ser de otro modo.
Aquí, en la caleta de pescadores el puerto de San Antonio, veo salir los botes. La misma gente de todas partes. Ninguno tiene ropa adecuada, botas de mar o chaquetas impermeables. Van vestidos como pueden, descalzos, cubiertos de innumerables chombas –cada una tapa las roturas de otra- y el bote ya lleno de trapos que les servirán de abrigos: sacos, trozos de tela, paletóes destrozados, etc. Volverán al amanecer, a las diez de la mañana, calados hasta lo tuétanos, con el bote lleno de congrio, de corvinas o de sierras, que serán vendidos a precio de oro, mientras ellos tomarán el camino de sus ranchos con sus tarritos para hacer té, sus destrozadas ropas y sus entumecidos pies. ¿Por qué? Mañana o pasado –estoy seguro de ello- aparecerá en alguno de nuestros diarios largos informe del director de cualquier organismo fiscal: nos proponemos hacer esto, tenemos proyectos de hacer esto otro, se intentará hacer aquello, etc. Pura literatura administrativa, con la cual nunca se abaratará el pescado y que nunca servirá para defender de la humedad y del frío de las piernas o los pulmones de nuestros pescadores.


DE REGRESO
Ese hombre que ve usted pasar por las calles, erguido, tostado, casi atlético, ese hombre marcha con paso gimnástico, es un hombre que vuelve de sus vacaciones. Durante quince o veinte días, según la generosidad del jefe, ha corrido a orillas del mar, trepados por los cerro o andado por los caminos del campo, despreocupadamente, con cualquier ropa vieja, sin afeitarse todos los días, sin tener que tomar el tranvía o la góndola, sin tener que discutir con su mujer porque la lavandera trajo o no los cuellos. Ha dormido la siesta a la sombra de algún sauce o de algún álamo, de un boldo o de un pino de esos que se plantan para detener el avance de las dunas. Durante esos días sus niños han gozado de la compañía del “papito”, ese papito que desaparece en las mañanas, que vuelve al mediodía corriendo, engulle de la prisa lo que le dan de comer y se marcha enseguida para volver en la noche, cansado, malhumorado, silencioso. Durante esos días los niños han descubierto a su “papito”: no era el hombre huraño, precipitado, especie de pensionista de su propia casa. No. Es un hombre alegre, que ha salido con ellos, que ha jugado con ellos, que se ha arrastrado con ellos por las dunas costaneras ;Que ha trepado con ellos las colinas del campo o los cerros de la costa. Es, en realidad, un “papito” macanudo, tal como los niños quisiera que se fuera siempre.
Pero a ese ”papito” redescubierto, a ese hombre tostado, erguido, atlético, que marcha con un paso que todavía recuerda el paso con que marchaba en la playa, en la cordillera o en el campo, le quedan pocos días de existencia. Su aspecto de salud de alegría, de despreocupación, irá desapareciendo casi al mismo tiempo que el color tostado de su tez. El trabajo y las preocupaciones se lo comerán en poco tiempo. Termina febrero y empieza marzo. L as matrículas se abren: hay que inscribir los niños, comprarle a cada uno un uniforme diferente, a cada uno libros distintos. Los zapatos de todos los niños ya no sirven para nada ;tampoco sirven ya los de él; todos quedaron en las dunas, los cerros o los caminos. La esposa tiene también sus exigencias, pues cambia la estación y es necesario renovar, aunque sea a medias, el pobre ropero. Dentro de dos meses, si volvemos a ver por las calles a ese, hombre, ya no lo reconoceremos. Habrá perdido todo su aire erguido, todo su color de sol, todo su olor a campo o a cerro. Apagado, agachado, sin expresión, volverá a ser el “papito” que se levanta gruñendo en la mañana, que sale corriendo a colgarse del tranvía o de la góndola, que vuelve al mediodía tan precipitadamente como se fue en la mañana, que vuelve a irse y que regresa en la noche, encendidos ya los focos urbanos, cansado, malhumorado, silencioso.
Y así, hasta las otras vacaciones. Y así, de un año en año, sin más respiro de alegría, de sol y de libertad que los quince o veinte días de enero o de febrero. Tal es la vida de un hombre de la clase media, de un empleado o de un obrero calificado, en honor y beneficio del cual se han hecho hasta ahora tantos programas políticos y llevado a cabo tantas revoluciones.


LA NOCHE JUNTO AL MAR

PRIMERA JORNADA
A las ocho de la tarde, con el sol ya poniéndose sobre el mar, mi compañero y yo iniciamos la marcha desde Pichilemu hacía Cahuil. Son quince kilómetros de arena, blanda a veces, semidura otras, en medio de la oscuridad de una noche sin más luz que la de las estrellas. Nuestro interés está en llegar lo más pronto posible a Playa Hermosa. Desde allí podremos ver, a un kilómetro o más, Punta de Lobos, Y precisar el camino que debemos seguir para atravesarla sin perdernos. No es que halla peligro, no, pues el mar advierte, con su mugido, hacia qué lado está el acantilado de cuarenta o más metros de altura. Pero tememos equivocar la ruta y materno en un enredo de quebrada que nos lleve hacia donde no queremos ir, hacia la Laguna del Perro o hacia cualquier otro punto.
Vamos. Silencioso, pues no queremos perder tiempo ni fuerzas conversando, nos largamos por lo que se llama camino público. Un brisote del sur, muy cargante, suena en nuestras orejas. Nos ha acompañado durante todo el día y aunque a esta hora está más moderado que en la mañana, hora en que soplaba con una fuerza que amenazaba elevarnos cual volantines, no por eso deja de molestarnos; su ruido nos impide oír cualquier otro ruido y hasta la soledad del lugar nos parece menos soledad sintiendo su ronco silbido.
El camino está orillado, a la salida de Pichilemu, por algunos eucaliptus y pinos; pero a medida que avanzamos y subimos la cuesta que debe llevarnos hacia la cumbre de un sistema de colinas que corre a lo largo del noreste de Pichilemu, la vegetación arbórea ya terminándose. Ni un alma en el camino. Sólo algunos queltehues y tiuques levantan repentinamente su vuelo en medio de graznidos y cantos, si canto puede llamarse el alborotado grito del queltehues.
A la media hora de marcha, cercanos ya a la cumbre de las colinas, el camino da una vuelta que jugamos inútil. Nos haría perder tiempo. Lo abandonamos y tomamos a campo traviesa por en medio de un trigal recién segado. Bajamos una pequeña hondonada en donde encontramos un oloroso manchón de poleos en flor; subimos y llegamos de nuevo al camino. Lo seguimos otro trecho y lo abandonamos. Algunos silbidos nos llegan a través de ya casi oscuridad. Un jinete aparece a lo lejos. Va arreando un piño de vacunos. Algunos hombres aparecen. Son los segadores. Nos miran pasar, caminando a prisa, mudos. Debemos parecer fantasmas.
Cuando llegamos a la cumbre nos damos cuenta de que el sol se ha puesto hace bastante rato y que nos quedan sólo algunos minutos de claridad. No vemos aún Punta de Lobos. Hemos dejado el camino y ante nosotros se extiende un terreno que no conocemos. Cansados con la marcha rápida y por la repechada, nos detenemos y nos consultamos ¿ Qué hacemos? Una quebrada por aquí, otra quebrada por allá. Sabemos hacia donde esta el mar, pero no sabemos como llegar hasta él. Playa Hermosa está detrás de la colina, pero no la vemos. Tomaremos la recta, que es, según dicen los textos de geometría, la distancia más corta entre dos puntos. La tomamos. Un alambrado, otro alumbrado, y de alambre de púa para mayor entretenimiento.
– Allá se ve una luz –dice Alejandro.
– Vamos hacia la luz –contesto, aunque no la veo.

SEGUNDA JORNADA
La luz que mi compañero había visto en medio de la semi oscuridad del anochecer, luz que yo no vi a pesar de tener mejor vista que él, pero en la cual creí, salía de un rancho situado en la vertiente de la quebrada. Nos acercamos. Ladraron los perros, esos pequeños y raquíticos perros de la costa, que se alimentan nadie sabe de qué ni cómo, una mujer apareció, una mujer que no podría describir; más parecía una sombra que un ser humano. De entre una construcción rústica, de totoras y palos sin desbastar, que parecía cocina o pajar al mismo tiempo y dentro de la cual ardía un fuego, surgió preguntando que queríamos.
-¿ Podría indicarnos usted un camino para llegar a la playa?
La mujer no tuvo tiempo de contestar. De otra construcción, esta vez un rancho, surgió otro ser, un hombre. Pero tampoco perecía un hombre y parecía un hombre y también parecía una sombra, una media sombra, mejor dicho. Su posición era vertical sólo hasta la cintura, de ahí para arriba era oblicua, con tendencia franca a la recta horizontal. ¿ Una caída del caballo? ¿ Mal de Pott? No lo supimos. Venía con sombrero, la cara caída hacía el suelo, mirando con el rabillo de los ojos. ¿ Qué cara tenía? Tampoco lo supimos.
-¿ Quieren ir para la playa? Por aquí no hay camino.
– Pero, atravesando la quebrada…
– Hay muchas cercas y matorrales de zarzamora. ¿Para dónde van ustedes?
– Para Cahuil.
-¿ Para Cahuil? Chis… No van a llegar nunca.
– Tenemos que llegar de cualquier modo.
-¡Hum… !
Él parecía haber acostumbrado su mentalidad a su estructura física.
Hablaba tal como caminaba, sin prisa, y parecía no dar importancia a anda de lo que sucedía más allá del radio que abarcaban sus ojos. Impacientes, viendo que la luz disminuía por segundos, lo apuramos, pero inútilmente.
– Quizá dando la vuelta por algún lado…
– Difícil, difícil…
Parecía jugar con nosotros, divertirse con nuestro apuro. Por fin, tal vez sitiendo que estábamos próximos a la desesperación, dijo:
– Bueno, si ustedes quieren ir para la playa, si están decididos a ir para la playa, podría irse por aquí… Pero tendrían que atravesar la quebrada.
– Atravesaremos lo que sea.
– Bueno, bueno…
Nos llevo hasta un cerco.
– ¿Ven aquel arbolito? Ese chico no; el otro más grande.
– Sí, lo vemos.
– Pero fíjense bien, aquel que esta allá, en la lomita.
No había nada más que un árbol en la loma, un árbol y un arbusto, y no había lugar a equivocarse; sin embargo, insistía:
– Aquel grande, el que ésta a la izquierda. ¿Lo ven?
– Sí lo vemos.
Pero fíjense bien, no se vayan a equivocar. Bueno, al lado de ese arbolito, ¿ven un claro en la cerca? Esa es una puerta. Ahí a la izquierda. ¿La ven bien? Es una puerta y por ahí pueden pasar. Cruzan una lomita más y llegan a la playa. Está cerquita.
¡Estaba cerquita! Y había dicho que no había camino para la playa…
– Ahora, si quieren, pueden irse por el camino publico…
Es, decir también había salida por el camino. Impaciente, me lancé hacia la cerca para atravesarla de un salto.
– No avance mucho, señor, no se avance mucho. Por aquí, por aquí.
Abrió una puertecilla y por ahí nos lanzamos casi sin darle gracias. Un minuto después estábamos al otro lado. Habíamos perdido cerca de diez oyendo decir que no había pasada ni salida alguna.

TERCERA JORNADA
Llegamos a la cumbre de la loma, Playa Hermosa apareció anta nuestros ojos, perdida ya en la sombra del anochecer. Punta de Lobos se veía apenas a lo lejos, brumosa, recortando su acantilado sobre el mar. Dos o tres minutos después pisábamos la arena de la playa. Fijamos el lugar por donde, más o menos, debíamos atravesar la meseta de Punta de Lobos, y no lanzamos hacía el sur a paso de carga.
El lector habrá, sin duda, caminando alguna vez sobre arena seca, es decir, sobre arena suelta, donde el pie se hunde y no es posible caminar sino a pasos cortos. Pero lo habrá hecho de día. De noche la arena seca es diferente. No se ve y esto impide elegir el lugar donde se va a pisar. Durante el día, si uno encuentres las huellas de las pisadas de otra persona, puede pisar sobre ellas y encontrar una arena menos suelta, más resistente. De noche, y en la arena seca, no se ve huella alguna. Además, las desnivelaciones del terreno son también invisibles y uno avanza, como quien dice pisando huevos. Pero, los pisáremos o no, no teníamos más remedio que avanzar.
La oscuridad era grande y el brisote del sur, aunque va menos fuerte, seguía soplando. Habría sus diez cuadras, desde donde estabamos, hasta la pendiente que sube a la meseta de Punta de Lobos; pero en medio de la sombra esas diez cuadras parecían diez kilómetros; la oscuridad alarga las distancias. Dejando entre nosotros y la orilla del mar una distancia prudente y cuidando de no seguir sus curvas, cosa que no habría llevado hacia la peligrosa extremidad de Punta de Lobos, o sea, tomando una línea recta hacia el sur u oblicua con respecto al mar, avanzamos.
Sonaba la arena bajo nuestras pisadas con un sonido que recordaba al de la seda cuando es herida por un objeto liso y sólido. El mar, cercano, blanqueaba en la oscuridad, mugiendo sorda y tranquilamente. Veíamos la olita correr por la arena y desaparecer de pronto. ¿ Eran diez las cuadras que debíamos caminar hasta llegar a la pendiente de Punta de Lobos? Sin duda no eran más; pero nos parecieron veinte o treinta. Caminar y caminar.
– Parece que Punta de Lobos se alejara, rezongaba Alejandro.
– Alguna vez llegaremos. No hay fecha que no se cumpla ni deuda que no se pague. Echémosle no más.
Nos acercamos a la playa y unas huellas aparecieron en la arena húmeda.¿ Eran de hombre o de animal? Nos agachamos. Un hombre iba de nosotros. La huella estaba fresca y en algunas partes la resaca.
– Sigamos las huellas. El hombre, seguramente, debe ser más baqueano que nosotros. De otro modo no iría solo.
Las seguimos, pero las huellas desaparecieron al llegar de nuevo a la arena seca.
– Ha tomado hacia Chacurra o hacia la Laguna del Perro.
Dejésmosle.
Terminada la huella, nos abandonados; una huella, aunque no sea más que eso, parece, en la soledad, una compañía. Por suerte la pendiente de Punta de Lobos apareció pocos momentos después. No era fuerte y la subimos en uno de dos por tres; llegamos a la meseta y a las nueve y cuarto de la noche desembocamos en la playa que va de Punta de Lobos hasta la desembocadura de la laguna de Cahuil. Era ya noche cerrada. Ni la más pequeña vislumbre se veía en el horizonte. Lo único que veíamos era el mar, blanqueando, fosforescente, en la oscuridad.
En ese punto, a la mitad del camino, empezaba para nosotros la noche junto al mar.

CUARTA JORNADA
El hombre de la cuidad está acostumbrado a las noches iluminadas eléctricamente. Y si, por casualidad, le toca que su calle se queda una noche sin luz, no lo atemoriza ni lo sobrecogerá la sombra. Todo lo que hay a su alrededor, aunque esté sumido en la oscuridad, le es familiar, incluso el atracador. Sabe ya que debe contar con él. Se inquietará un poco, sin embargo, si la calle le es desconocida, si no sabe quiénes viven allí y si no conoce los baches de su pavimento o sus rincones y vericuetos. Esta inquietud subirá de punto si el lugar por que transita no es una calle sino un camino, Y mucho más alta será la inquietud si el terreno por el que marcha no tiene calle ni camino, habitantes ni transeúntes. Aunque sepa que no hay allí peligros físicos, es decir, que no se caerá a una quebrada, que no tropezará con un árbol o que no lo atacará un perro o un ser humano, el hombre irá con desconfianza. ¿ Desconfianza de qué?, se preguntará. Eso es lo que yo digo: ¿de qué? He llegado a la conclusión de que lo que lo sobrecoge es lo desacostumbrado. Y esto, seguramente, le ocurre a todo hombre, sea de la ciudad o no.
El coronel Mansilla, hombre a quien los indios llamaban “cristiano toro” por sus condiciones de hombría y de valor, confiesa en su libro, “Una excursión a los indios ranqueles”, que en el mundo solo había dos cosas que los asustaba: la oscuridad y los perros.
Cuando mi compañero y yo desembocábamos en la playa, de un largo de 7 Km. Que debíamos atravesar para llegar a la laguna de Cahuil, no teníamos miedo a ningún ser vivo, fuera hombre o animal. Además de que Alejandro llevaba un rifle, teníamos la seguridad de no encontrar allí perro, vaca o toro alguno. Hallar allí un perro habría sido tan raro como hallar un camello. Las vacas y los toros son incompatibles con el mar y en cuanto a hombres solo habríamos podido halla tal o cual borracho atrasado. Pero estaba la oscuridad, estaba el mar, estaban las estrellas, estaban los pájaros, estaba la ballena.
Sobretodo, estaba la ballena, no una ballena vivita y coliando, sino los restos de una ballena. ¡Y que restos! Un montón informe de grasa, de color indefinido, nauseabunda. Algo que parecían pelos le salían aquí y allá, pelos blancos, gruesos, grasosos. En algunas partes tenia piel; en otras no, y todo daba la sensación de lo muerto que se pudre. Solo no podía reconocer la cola. El resto parecía no tener nada que ver con ella.
¿Dónde estabas? La habíamos visto dos o tres días antes, a plena luz, rodeada de gaviotas, jotes y de otras aves. Pero ahora, en la oscuridad, no podíamos recordar bien el lugar en que se encontraba. Y tropezar con ella en la oscuridad y caer sobre ella y enterrar la nariz en “aquello” era el pensamiento y el temor que denominaba en nuestros cerebros, nuestras piernas y en nuestras narices.
-¿ Donde estará el mamarracho? – Murmuraba Alejandro queriendo en vano, atravesar la oscuridad con sus miradas.
– Apartémonos de la orilla del mar.
Dejamos más o menos una cuadra entre nosotros y la orilla, pero a medida que caminábamos, insensiblemente, nos acercábamos de nuevo.
Volvíamos a desviarnos. Vagas sombras de cerros aparecían hacia el este. El mar, fosforescente, brillaba hacia el oeste. Pero ante nosotros y detrás de nosotros la oscuridad era impenetrable. No se veía nada.
– Maldito borracho. Ocurrírsele varar aquí.
Un bulto apareció a pocos pasos, oscuro, bajo, informe. Nos detuvimos, bascilantes. ¿Era el mamarracho? Me acerque con una prudencia que prendí un fósforo, que el brisote me apago casi al instante. No era el mamarracho. Era una especie de corralito, hecho de ramas, con la entrada hacia el lado contrario en que soplaba el viento y hecho sin duda, por las mujeres que en las tardes venían de Cahuil en las tardes a buscar machas. Aquel corralito les servia para guarecerse del viento cuando salían del mar. En el centro se veían restos de una fogata.
Y así, mediante una hora o más, anduvimos en la oscuridad avanzando lentamente, acercándonos y retirándonos de la orilla del mar, oliendo de vez en cuando el aire para descubrir en él el indicio de la cercanía de la ballena.
Nada.
– ¡Que raro! Ya debíamos estar encima de ella.
– Cállese, hombre.
Por fin, y cuando menos lo esperábamos, apareció el mamarracho, blancuso, informe, respetable, fétido. Le dimos una vuelta en redondo y desaparecimos rápidamente hacia el sur.

QUINTA JORNADA
He dicho que, además de la sombra, estaban esa noche el mar, las estrellas, la ballena, los pájaros. Sí, estaban los pájaros. Mí compañero y yo conocemos todo los que viven en esas playas durante los meses de enero y febrero. Algunos cuentan con nuestra especial simpatía, entre ellos el rayador, el pollito de mar, el Cahuil, la garza blanca, el queltehue. Otros, como la gaviota, el jote, el cuervo de mar, no nos son, claro está, odiosos, pero no despiertan en nosotros la admiración y el cariño que despiertan, por ejemplo, el rayador y el pollito de mar. En tierra, el rayador es un ave absurda. La parte anterior de su cuerpo es más larga que la posterior, o sea, el pico, la cabeza y el cuello son más largo que el cuerpo mismo, y el ave, que no es caminadora como el pollito, sino eminentemente voladora, aparece como abatida por esta monstruosidad, pues la dicha parte no es erguida sino caída. Colocado entre el grupo de gaviotas o de queltehues, el rayador se ve deforme. Pero si no en tierra es absurdo, sobre el agua es un espectáculo que vale la pena verse. Volando en hilera de tres o cuatro aves, el rayador va con el cuello estirado, el cuerpo rígido. El pico, de color rojo, parece rozar el espejo de las lagunas. De ahí viene su nombre. Perece que va rayando el agua. Y si el rayador se distingue por su vuelo, el pollito de mar se distingue por su caminar. En grupo de diez, quince o más se le ve caminar durante horas por la orilla misma de mar, apresuradamente, delante de la persona que avanza en la misma dirección que él lleva. No se le ven las delgadas patitas. Mientras camina, come lo que la otra trae hasta la orilla, pulgas de mar, seguramente, No vuela sino cuando se le asusta.
Pero no eran pollitos ni rayadores, ni mucho menos gaviotas, jotes o queltehues, los pájaros que aquella noche sentimos andar y volar alrededor nuestro. ¿ qué pájaros eran? No lo supimos. De pronto, mientras marchábamos en la oscuridad, sentimos que estaban rodeados de pajarillos, de pajarillos que piaban de un modo que parecía imitar el canto de los pájaros. Pío, pio,pio, se oía aquí y allá, por todas partes. La cosa era extraordinaria de esas horas y en ese lugar. ¿Nos habíamos metido, acaso, entre una bandada de pájaros viajeros que habían elegido lugar ese lugar para pasar la noche? ¿Eran, acaso, pájaros marinos nocturnos, desconocidos
-¿ No serán de nosotros? Esto era absurdo, pero se nos ocurrieron en ese momento las ideas más peregrinas. Las ánimas de las taguas que matamos esta mañana en al Laguna del Perro?
– Pero las taguas no pían de ese modo.
– Es cierto; pero como se trata de ánimas…
Los Pajarillos terminaron por desconcertarnos. Por mi parte, como no los veía y como suponía, tal vez ingenuamente, que ellos tampoco nos veían, llegué a sentir miedo de pisar alguno y me puse a caminar con más cuidado. Esto era hipócrita después e los balazos que había disparado en la mañana contra las taguas y los queltehues, pero una cose es tirar un balazo a un pájaro y otra cosa es pisarlo. Concluimos por detenernos. Pío, pío, pío. ¡Qué diablos! ¿Ibamos a estar parados allí toda la noche a causa de los dichosos pájaros? No había más que un remedio: asustarlos. ¡Pum! Alejandro disparó su rifle al azar. El pido cesó inmediatamente y nos pusimos de nuevo en marcha. Pero durante mucho rato, delante de nosotros, a una distancia que calculé en veinte o treinta pasos, un pajarillo que piaba nos acompaño en la oscuridad

UNA VUELTA A LA LAGUNA DEL PERRO
Hasta hace pocos años, la Laguna del Perro, situada a pocos Kilómetros al norte de Cahuil -tres Kilómetros, a lo sumo-, fue una laguna inédita en la prensa chilena. Jamás había salida en ella noticia alguna de su existencia. Un día, sin embargo, dos muchachos que se atrevieron a meterse a sacar unos patos que habían muerto disparando desde la orilla, se ahogaron en sus aguas color nácar. ¿Cómo se ahogaron? Nadie lo sabe; iban solos, y cuando algunas personas, al oír los gritos de auxilio, acudieron, los muchachos estaban ya ahogados. ¿Tiene la laguna un fondo fangoso o una vegetación subacuática peligrosa? No lo sé. Con su muerte, esos muchachos echaron a los diarios la Laguna del Perro. Para ir a ella debe tomarse desde Cahuil el camino de Chacurra. Esta aldehuela de tres o cuatro casas – mejor sería entonces llamarla caserío -, está situada en la margen de una vega de unos dos kilómetros de largo, vega donde existen, a poca distancia unos de otros, tres o cuatro pantanos que se secan al empezar el mes de Febrero. Frente a las casas, aunque no cerca de ellas permanece hasta esa fecha la laguna de más o menos una cuadra de ancho por dos de largo y donde se encuentran siempre algunos patos silvestres, otros domésticos, perdices de mar, queltehues y alguna que otra linda garza blanca.
Ignoro si esos pantanos y esa laguna son productos de las aguas de lluvia o de las infiltraciones del mar, que está a pocas cuadras de allí. Pueden ser producto de las dos cosas. La mayor evaporación del mes de enero y febrero provoca su desecación. Como quiera que sea, los habitantes de esa región aprovechan muy bien esa preciosa humedad, sembrando y cultivando allí chacras que relucen como esmeraldas entre le color amarillo de la arena y de los pastos seco de los cerros.
¿Qué querrá decir Chacurra? ¿Será un diminutivo regional de chacra o es alguna palabra indígena? Trabajo para filólogos.
Por la orilla oeste de esa vega, encerrada entre las dunas y las ultimas colinas de la costa, se va muy bien hacia la laguna del perro. El camino es suave, ya que es húmedo, arenoso y lleno de una vegetación rastrera muy blanda. Se ven por allí bastantes animales, bueyes, caballos, mulos, vacas. Algunos hombres metido hasta la cintura entre las grandes y dulces arvejas costinas, silban de vez en cuando o se llaman a gritos. Les responde el gritos. Les responde el grito vigilante del queltehue. Sobre la colina se ven rastrojos de los trigales de rulo en las quebradas se alzan algunos boldos, litres o eucaliptus muy comunes allí, tan comunes como el pino.
Pocos insectos, tal cual común mariposa amarilla o blanca. En el suelo, en las orillas de los pantanos que ya están secos o que se van secando, que observan agujeros del tamaño de una moneda de veinte centavos o de un peso. Son hechos por pequeños sapos que, al sentir evaporarse la humedad superficial, se hunden en la tierra en busca de frescura, y como trabajan desde la superficie hacía el interior, despidiendo hacia arriba, con sus patitas, la tierra que van sacando, forman unas especies de huecos cilindros de barro que sobresalen tres o cuatro centímetros sobre el suelo.


II
Después de recorrer, por su orilla oeste, la vega de Chacurra, el camino que va hacía la Laguna del Perro se pierde en una dunas. Pero esto no tiene importancia; la forma del terreno indica claramente la dirección que se debe seguir, o sea, la franja de tierra que existen entre las últimas colinas y las primeras dunas. Sube y baja, sube y baja durante unas dos aparece. o tres cuadras y la Laguna Perro . Tendrá, de sur a norte, unas diez cuadras, tal vez otras tantas de este a oeste. Su forma es irregular y de este a oeste es más angosta, siendo más ancha, en consecuencia, en su dirección es más norte-sur. En sus orillas crecen, en algunas partes, manchas de carrizos no muy tupidas. Y al lado de esos arboles se alza la casa, el rancho, mejor dicho, de los únicos pobladores del lugar, que cultivan ahí algunas pequeñas chacras.
Cuando oí hablar de la laguna del Perro lo primero que se me ocurrió preguntar fue el motivo de ese nombre.
Segundo Llancas, un muchacho de Cahuil, que fue mi primer guía en las excursiones que se hice en esa región y que murió de tuberculosis el año 1983, me dijo, ruborizándose, que era fama que en las márgenes de esa Laguna aparecía, en la hora de la oración, un Perro blanco que corría entre los matorrales de Zarzamora, de docas y de totoras, desapareciendo de pronto y surgiendo de nuevo donde menos se le esperaba. Nunca se había podido averiguar de dónde salía ni de quien era.
Esta información no me satisfizo, por supuesto, y tampoco parecía él muy satisfecho de ella. Antes de conocer la laguna imaginé que el nombre podía deberse a su forma o a alguna circunstancia especial ya olvidada, y uno de los motivos que tenia que darle una vuelta en redondo era precisamente establecer si en algunas partes la línea de la laguna recordaba el perfil de un canis vulgaris. Otros de los motivos estaban en el hecho de que las aguas de la Laguna del Perro son, como he dicho, de color nácar, lechosas, irisadas. Esto es más visible en las arenas de sus aguas, arenas que en algunas partes muestran manchas semejantes a las que dejan los líquidos oleaginosos, el petróleo, por ejemplo. No se me ocurrió, claro está, que estaba a punto de descubrir un yacimiento petrolífero, pero si se me ocurrió otra cosa, que no diré ahora, pero que resultó cierta.
Sobre esta agua lechosas vuelan gaviotas y se mecen suavemente, pero siempre muy lejos del ser humano, bandadas de desconfiados patos. Las taguas, siempre en parejas, vagan de acá para allá, ofreciendo a los rifles de poco calibre un entretenimiento apasionante. De vez en cuando una garza deslumbrante de blancura llena la laguna con los aleteos de sus inmaculadas alas, y los queltehues, tranquilos, pero avispados, en grupos de algunos individuos, merodean en sus orillas.


III
La Laguna del Perro fue descubierta por mí de modo casual. Había oído hablar de ella, pero no sabía dónde estaba ni como se iba a ella. Un día que caminaba por las inmediaciones de Punta de Lobos, siguiendo la orilla del mar en compañía de Alejandro Urrutia, compañero de muchas excursiones en esos lugares, profesor y concuñado mío y con quien Viví aquellas deliciosas horas de la noche junto al mar, se nos ocurrió abandonar la playa y buscar camino de regreso sobre las faldas de los cerros más próximos. Así lo hicimos. Le hicimos frente a las dunas y, con gran sorpresa nuestra, a las dos o tres cuadras caímos sin pensarlo a la Laguna del Perro.
¿ Qué era aquello? Nos quedamos mirando. ¿ Sería alguna bifurcación de la laguna de Cahuil? Escondida entre las dunas y los cerros, la Laguna del Perro se nos parecía misteriosa, solitaria, desconocida. Nos dimos enseguida cuenta de lo que se trataba y, mirándola, pensamos que no era de las todas inmotivadas las leyendas que podían correr sobre ella en aquella región. Su aspecto hacía surgir en uno muchos sentimientos extraños. El silencio y la soledad de aquel lugar eran, sin duda, propicios a las creaciones mágicas.
Callados, nos acercamos a sus aguas y, sentándonos en la orilla, nos dedicamos a contemplarla. Sus aguas inmóviles estaban llenas de vida. Cerca de nosotros, a un metro de la orilla, nadaba un cardumen lisas. Despacio, rítmicamente, iban y venían, dejando ver esa original imagen que muestra el pez en el agua: su carne desaparece y sólo se ve un sistema óseo. Parece que se les mirara a través de la pantalla de los rayos X.
– Lástima no tener un anzuelo.
– No sacaríamos nada; la lisa no pica.
– Una red entonces.
– Sí, una red.
Pero la verdad es que tampoco una red nos habría servido de nada. Una de las cosas raras que suceden en esa laguna es que nadie ha pescado ni sacado hasta ahora pez alguno de esas aguas. Humberto Ruiz , otro de los apasionados admiradores de Cahuil, así me lo ha asegurado, Recuerdo que un día, hace algún tiempo, estando sentado frente a la casa que ese año había arrendado para veranear, vi pasar ante mi una carreta cargada de gente y de comestibles. En la parte trasera del vehículo se veía un precioso grupo de muchachas, entre ellas las hijas de don Pancho Orrego, y en medio de ellas un muchacho hacia zumbar el fuelle de una acordeón, tocando “ Se va la lancha “. En otra carreta se veía “el cachorro”, bote liviano que navegaba a la vela y al remo, y que Humberto Ruiz había construido para sí durante algunas vacaciones, y una red. Humberto seguía a la carreta.
– ¿ Para donde bueno?
– Vamos a la Laguna del Perro a comernos un cordero y a pescar ¿Vamos
– Gracias, no.
Volvieron ya atardeciendo. El cordero había desaparecido.
– ¿Cómo anduvo la pesca? ¿Muchas lisas?
– Ni una. Y no es la primera vez. Andan en cardúmenes. Sin embargo, ni agua. No explico el porqué. No es la primera vez que voy y soy bueno para la red, pero nunca he logrado sacar nada.
– ¿ Y como es eso?
– Nadie lo sabe, pero de la Laguna del Perro no se saca nunca nada.
Nunca se me ocurrió preguntar a los pobladores de Cahuil el porqué de cosa tan rara. Seguramente habría oído alguna divertida explicación. Pero preguntaré algún día.


IV
En el curso de este verano visité dos o tres veces la Laguna del Perro. Permanencia siempre igual, con sus aguas color de nácar, sus bandadas de patos flotando lejos de los hombres, sus parejas de taguas y sus queltehues. A veces, desde una distancia de cien metros o más metros, disparábamos nuestro riflecito contra los patos. La bala pegaba en el agua antes de llegar a donde se encontraban las aves y el tiro se perdía; otras veces pegaba más allá y se perdía también. E incluso se perdía cuando pegaba en medio de la bandada. Nunca pudimos apuntarnos un poroto. Y es la bandada. Nunca pudimos apuntarnos un poroto. Y es que no podíamos disparar sino una o dos veces en cada visita. Los patos, asustados por el disparo y el zumbido e impacto de proyectil, volaban a perderse, deteniéndose a una distancia que, ellos y nosotros, estabamos imposible de alcanzar con nuestra arma.
Nunca se nos había ocurrido disparar contra las taguas, tan apacibles. Un día, sin embargo, en circunstancias que pasábamos por allí en dirección a Pichilemu y con intenciones de visitar la Laguna de Lobos, que no encontramos, llevado por un entusiasmo cinegético imposible de contener, arremetimos contra las taguas. Creímos que, como en el caso de los patos, huirían a perderse. No fue así situados en lo alto de una duna y a una distancia de más o menos cincuenta metros, disparamos nuestro primer tiro contra una pareja de taguas que ambulaba de acá para allá. Ocurrió algo que nos dejo turulatos. Casi junto con el sonido del disparo vimos como la bala pegaba en el agua, al lado del ave, y en ese mismo instante vimos como el ave desaparecía bajo las aguas. ¿ Le habíamos acertado, atravesando el ave con el proyectil? Nada de eso, después de unos segundos de espera, la tagua surgió de entre las aguas, se unió a su compañera y siguió nadando tranquilamente. Nuevo disparo, nueva desaparición del ave y nuevo grito de sorpresa del tirador. ¡Le pegué! No, señor, no había tal; la tagua surgía de nuevo.
En mí vida había disparado contra un blanco tan maravilloso, un blanco vivo que aparece y desaparece .
En realidad, era apasionante ese blanco vivo, esa avecilla que se hundía en el agua al sentir al disparo y que surgía de nuevo, ofreciéndose una y otra vez alojo asesino del cazador. ¿ Cuando sucedió o habíamos visto cosa igual ¿ Nunca. Las gaviotas, los patos, queltehues, los cahuiles, las garzas, las pardelas, las perdices, los pollitos no sólo huían al sentir el disparo sino que muchas veces huían antes, chasqueando al tirador.
Pero una bala es una bala, por pequeña que sea, y a pesar de que yo llegué a sentir el deseo de no alcanzar a las taguas con una de ellas, alargando así aquel apasionante entretenimiento, llego un momento en que un ave se demoró más que de costumbre en salir de nuevo a la superficie. Cuando salió, herida, quedamos inmóviles; la tagua, poco antes tan erguida, tan redondita, tan preciosa, se tendió sobre el agua, aleteó y empezó a derivar hacia la orilla, manchando de rojo el nácar de la Laguna del Perro.
No disparamos más. Seguido con la vista, durante un rato, la trayectoria del ave. La otra tagua, sola, nadaba siempre de un lado a otro, tranquilamente, como si nada hubiera sucedido. Por lo menos así lo veíamos y lo creíamos nosotros. Después, silenciosos, seguimos nuestro camino. El entretenimiento. ¿Lástima que terminara en esa forma!


V
Durante mucho tiempo me preocupó el saber qué origen tenían las aguas de la Laguna del Perro. No eran, o no son, aguas de lluvia, pues en la región llueve muy poco. Además no se secan en ninguna época del año. Invierno y verano allí están, siempre al mismo nivel. Por otra parte me hacia duro aceptar la idea de que se deben a una filtración de las aguas del mar. Su color lechoso, los residuos nacarados que dejan en las arenas, me desconcertaban. Las aguas de la Laguna del Lobo, por ejemplo, se deben sin ninguna duda a una filtración marina. Son claras, limpias, azuladas. Además, no se ve de donde puedan venir, rodeadas de arena como están. Sobre los cerros que rodean a una y a otra laguna no existe corriente alguna de agua que pueda filtrarse y formar a ambas. Podía haber una vertiente, claro esta, pero esta vertiente debía ser descartada en lo que se refiere a la del Lobo. Debía aceptarse, en cambio, en lo que se refería a la del Perro.
Y esto era lo que queríamos averiguar.
Hacia el fondo de Laguna del Perro se ve, mirando desde el oeste, una quebrada con bastante vegetación. Allí podía estar la explicación. Veíamos, además, algunos puntos de color verde muy, claro ese verde claro de las chacras.
Si habían chacras había aguas, humedad por lo menos, y nos alargamos.
Acompañados de Patricio, hijo mío de Ramiro, sobrino nuestro, y de un amiguito llamado Arturo, todos muchachos, Alejandro y yo, con la misma facha que tendría Stanley cuando se alargo a buscar ríos en Africa, tomamos por primera vez la orilla este de la Laguna del Perro.
A poco andar salió una liebre de debajo de nuestros pies y una bandada de tordos, loicas y tórtolas cruzo por debajo de nuestras narices. En la laguna nadaban las inflamables taguas y, a lo lejos, los inesperables patos. Una garza blanquisima alzo su vuelo en la orilla contraria, en dirección nuestra; pero se arrepintió torciendo su vuelo tomó hacia el mar. Poco juncos en la orilla, tan pocos que ni las taguas podían ocultarse entre ellos.
Cuando alcanzamos la boca del brazo que parece internarse hacia los cerros, pero que se detiene a las pocas cuadras, miramos minuciosamente a ver si distinguíamos alguna corriente de agua que bajara y que fuera el origen de la Laguna del Perro. Pero no vimos nada. Vimos, en cambio, a pocos pasos de nosotros, una zarzamora tupida de frutos, sobre los cuales nos lanzamos con un apresuramiento tal vez impropio de exploradores serio. A los pocos segundos estabamos con la boca llena de agridulces moras. Ni siquiera un conejo que paso rozándonos los talones fue capaz de arrancarnos que allí.
Cuando quedamos satisfecho de moras reiniciamos la marcha. Hubimos de trepar el cerro, pues el camino que bordea la orilla desapareció en el agua. Algunos pájaros, creo que eran codornices, levantaron el vuelo. Le disparamos al alzar y se metieron en el bosquecillo de una quebrada próxima. Atravesamos la tupida vegetación y salíamos ya a terreno plano. Nuevo tiro a los pájaros. Un pesado guairao levanto el vuelo graznando. A los pocos pasos encontramos los restos de una chacra y una nueva zarzamora llana de frutos. Nueva comilona. Con la boca llena, la lengua morada y fresca, giramos la curva del final de la Laguna del Perro. Hasta ese momento no aparecía nada a quien echarle la culpa de aquella laguna.


VI
Como ya he dicho, en el lugar en que, aparentemente, nace la Laguna del Perro, no se veía nada que hiciera suponer que en realidad nacía ahí o que ahí tenia su fuente. Ninguna vertiente, ninguna corriente de agua bajaba por aquella quebrada. Sin embargo, el suelo estaba húmedo y la copiosa vegetación y las chacras y restos de chacras que advertíamos en los alrededores nos hacían pensar que algo sucedía por ahí, aunque no sabíamos qué podía ser.
Después de artarnos por segunda vez con las exquisitas moras, seguimos nuestro camino. La senda se pega de nuevo al cerro y durante un rato marchamos entre los juncos y los arbustos. Había allí algunas flores, creo que llamadas flores de pan, largas varas con flores pequeñas, en racimo, de hermoso aspecto. El tallo, tiernísimo, se suelta apenas se le tira un poco, arrastrando consigo una hoja que esta pegada al suelo, cerca de la raíz. Y había otras, rojas y azules, muy hermosas todas. Cosa rara, que advertimos enseguida, era que en este lado había muchas, en tanto que en el otro apenas se veía una que otra cabezuela de color. El agua, pues, la fuente de la Laguna del Perro, debía estar cerca.
De, pronto el camino se ensancho y caímos a una preciosa chacrita. Había allí porotos, maíz, papas. Zapallos, arvejas. Encerrada a una especie de triángulo formado por la quebrada y la laguna, soltaría, pues no se veía allí ningún ser, humano, la chacrita aquella, verdecita, lozana, aprecia como algo que alguien hubiera encendido. En su costado oeste se veía un cerco formado por un matorral de zarzamora, cerco que debíamos atravesar para proseguir nuestro camino por la orilla de la laguna. Los niños se dispersaron por la chacra y Alejandro, arma al brazo, se agazapo entre unos arbustos. Por mi parte, seguí caminando hacia el matorral de zarzamoras con el objeto de encontrar una salida fácil. Y caminando iba y mirando el cerco, cuando advertí que pisaba un terreno en extremo húmedo. Un paso más y caí en medio de una corriente de agua, delgada y silenciosa, que corría entre la chacra y el cerco. Me detuve y mire hacia la quebrada. ¿ Era esa corriente de agua la que daba origen a la Laguna del Perro? Delgada era, cierto, pero constante. Y la seguí más arriba. Más arriba se fue ensanchando y aparecieron algunas pozas de poca profundidad. Apareció también algo que yo, desde hacia mucho tiempo, sospeche que existía por allí: un pangal. Allí está, me dije, el origen del color de la laguna, ha aquí él porque de las arenas muestran en algunas partes tonos irisados y nacarados. Sentí en ese momento el orgullo del explorador que ha acertado en una predicción. Sentí también un tiro. Creí que era lanzado en honor mío, pero no era así. Mi compadre Alejandro había disparado contra un pájaro que buscamos durante mucho rato entre la maleza, sin poderlo encontrar. Sólo encontramos algunas plumas.
La fuente de la Laguna del Perro estaba descubierta: nacía de aquella corriente de agua que salía de entre el pangal, al pie de aquella quebradita tan adornada con su chacra. El agua caía a un terreno bajo y húmedo, tal vez con alguna filtración que contribuirá a mantener el nivel de las aguas.
Celebremos el descubrimiento con un nuevo atracón de moras. Las teníamos ganadas.

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