HACE NOVENTA AÑOS AVIADOR CHILENO CRUZÓ LA CORDILLERA POR PRIMERA VEZ
Una de las tantas proezas aéreas protagonizadas por chilenos que dieron lustre a las alas nacionales fue -sin duda- la que cumplió el joven Teniente 1° Dagoberto Godoy Fuentealba (25) cuando en un monoplano Bristol, motor Le Rhone de 110 HP, cruzó la Cordillera de Los Andes a una altura de 6.300 m.s.n.m
Nadie antes había logrado antes tal hazaña y el joven piloto le dio ese galardón a la aeronáutica nacional, fecha que se convirtió en un verdadero hito y que años más tarde se instituyó como Día de la Aeronáutica Nacional.
Esa proeza que dio gloria a las alas nacionales -escrita con letras doradas en la historia aeronáutica de nuestro país- se concretó el 12 de diciembre de 1918. Es decir hace 90 años.
FICHA PERSONAL
Dagoberto Godoy Fuentealba nació en Temuco el 22 de julio de 1893. Sus padres fueron Abraham Godoy y Clotilde Fuentealba. Sus estudios los realizó en el Liceo de Temuco y en la Escuela Militar. Egresó como oficial en 1914, siendo destinado al regimiento de ferrocarriles. En 1916 fue trasferido a la Escuela de Aviación.
En 1918 cumplió la hazaña que lo elevó a las cumbres. En 1919, Dagoberto Godoy se convirtió en capitán, dejando la FACH en 1942.
ZIG-ZAG
Varios años después, ya retirado de la Fuerza Aérea de Chile, Dagoberto Godoy en una entrevista con Enrique Bunster -para la Revista Zig-Zag- dio a conocer detalles que reproducimos a continuación:
Dagoberto Godoy era un hombre pequeño pero intrépido, que se había hecho aviador después de desdeñar la carrera de sacerdote.
Ese día 12 de diciembre de 1918 Godoy se levantó con las diucas (de madrugada), se desayunó y se caló su gruesa cotona de cuero. El Bristol lo esperaba en la cancha con el motor caliente. A falta de cartas de navegación, el piloto llevaba «un pequeño mapa». Al subir a la cabina dijo, haciéndose el inocente: «Voy a probar la máquina y si está buena…»
A las 5.05 horas despegó y se elevó en espiral hasta alcanzar los cuatro mil metros; en seguida viró al Este y desapareció detrás de los montes del Tupungato. No llevaba oxigeno, y pronto advirtió que el abrigo era insuficiente.
El techo de cinco mil metros indicado por el Bristol estaba por debajo de su propósito; pero un dicho nacional asegura que Dios es chileno, y aquella mañana favoreció al aviador con un tiempo atmosférico que le permitió montar a seis mil trescientos metros. La aguja del altímetro marcaba fuera del margen del instrumento.
El avión pasó por el Cristo Redentor y se internó en el valle de Uspallata. La temperatura era de 15° a 20° bajo cero, y el piloto estaba indefenso en su cabina descubierta. Sentía deseos de zapatear y tirar puñetazos para no congelarse. La velocidad se mantenía entre 180 y 190 kilómetros por hora. Ráfagas esporádicas zarandeaban el aeroplano como a una hoja. Al entrar en valles o cajones sufría bruscas caídas que hacían crujir su estructura y los tensores de sus alas.
Volaba sobre una alfombra de nubes. A ratos veía aparecer la cima espantable del Aconcagua.
Como iba escaso de gasolina, al pasar la frontera resolvió planear y redujo el motor, pero este se detuvo por falla de la bomba automática del combustible, y fue menester usar la bomba de mano.
Al descender se vio cogido por rachas de viento que le hicieron experimentar «un baile infernal». Durante cuatro minutos el avión fue traído y llevado como un volantín chupete, casi fuera del control del piloto.
Desde dos mil metros de altura divisó el río Mendoza y, siguiendo su curso, buscó la ciudad, en cuya cancha de los Tamarindos esperaba aterrizar. Pero Mendoza estaba oculta por una bruma espesa y, por otra parte, no quedaba ya gasolina en el estanque.
Sin perder la serenidad, Godoy siguió planeando hacia el oriente. De pronto entrevió un campo abierto en el lugar llamado Lagunitas. Era un terreno barbechado y, para colmo, deslindado por altas y nutridas arboledas. Se lanzó sobre él sin vacilar, y fue a estrellarse contra una alambrada. Destruyéronse el tren de aterrizaje, la hélice y el ala de estribor. El vencedor de Los Andes se golpeó la frente contra el tablero de instrumentos, pero saltó a tierra sin ayuda ajena. Tenía las manos agarrotadas por el frío y se hallaba congestionado por el enrarecimiento del aire.
Eran las 6.35 horas. La travesía había tomado noventa minutos.
Una hora más tarde Godoy telegrafió a Chile: «Aterrizado Mendoza. Aparato algunos desperfectos. Yo ligeramente herido».
Cuando volvió a Santiago cinco días después, se le premió con una apoteosis. El alcalde le dio la bienvenida en un discurso solemne, y doscientas mil personas marcharon en pos del carro de triunfo en que le condujeron hasta la Plaza de Armas mientras era vitoreado por la multitud.