La muerte del pueblo de “Ciruelos”

(Especial para “Pichilemu”)

Cada ser humano guarda en los repliegues de su corazón un afecto grande al suelo que le vió nacer, porque cada objeto que miró cuando niño, cada árbol, cada casa, cada personaje de importancia de su comerca, queda grabado muy adentro de su mente joven, aun sin el trabajo cotidiano de la vida; por eso cuando ese pedazo de tierra que cobija las cincuenta o cien casas de sus habitantes, empieza, si la fortuna no le ayudó, a ver carcomerse las murallas de sus edificios, a pudrirse las tablas de los encielados y hasta los árboles ser presa de toda clase de gusanos, el espíritu de ese joven o de ese hombre se siente desequilibar y observa que su corazón se enferma.

Esto nos sucede a los que en los últimos veinte años hemos contemplado la vida del pueblo de los Ciruelos.

Hace seis lustros a esta parte, el pueblo de Ciruelos era uno de los principales del departamento de que formaba parte: el que descendía por la carretera del Cerro de la Cruz podía contemplar todo un conjunto de casitas blancas, caprichosamente adornadas con su jardincito que, si bien no era de grandes proporciones, tenía gran valor por las variadas flores que se dejaban ver en sus prados; la calle que fué formada por el camino real, era concurrida por todos los habitantes de los pueblos vecinos, que por no tener un almacén donde proveerse en sus necesidades, debían dejar sus centavos en las casas de comercio del pueblo de Ciruelos; la escuela pública contaba con ochenta o cien niños que diariamente asistían a sus aulas.

¡Y para qué hablar de la fiesta de San Andrés, cuando todos sus pobladores sacaban a relucir lo mejor de sus ropajes: la corbata con los colores patrios, los zapatos de taco alto que con tanta anticipación fueron encargados a un compadre en la capital de la provincia; el poncho listado y las espuelas que aspiraban a ser de plata! ¡Para qué hablar del dinero que se gastaba en los mil objetos que llamaban a atención en los puestos de los “faltes”, y años más tarde, en la posición o “postura” que debía observarse cuando se había de sacar una fotografía! ¡No hablemos tampoco ni del manto que se usaba ese día ni del vestido de colores alegres, ni del sombrero de tintes vivarachos!

Sí; todo esto y mucho más era lo que se relucia el día 30 de Noviembre, fiesta de San Anndrés, patrono de la Parroquia.

Pero, un buen día unas cuantas casas que unos señores ricos construyeron a unas dos leguas de Ciruelos en un lugar de cierto sabor aborigen llamado Pichilemu, dieron cuenta a sus habitantes que en sus cercanías se había formado un balneario.

Desde entonces el camino que une nuestro pueblo con Pichilemu empezó a ser más concurrido: los meses de Enero y Febrero indicaban un cambio radical en sus contornos, porque se veía que en el balneario se hacía plata; los veraneantes necesitaban una serie de cosas que no podían traer consigo: huevos, verdura, leche, leña, etc.

Y así fué cómo cada temporada de verano, al observar los primeros cosquilleos con que los rayos solares acariciaban las nubes por los lomajes de Oriente, cada mansión ciruelina, antes de suyo tan tranquila, vió alejarse de su seno dos o más personas que de a pie, a caballo o en carreta, debían subir el Cerro de la Cruz y tomar la carretera de Pichilemu.

Esta medida no era del todo buena, porque si bien es cierto que traían guardadas en las puntas de sus pañuelos unas cuantas monedas sonantes y otros tantos billetes arrugados, empezaban a ver por vez primera en sus tierras lo que desde infinitos siglos se ha llamado “la moda”. Las muchachas volvían con un dedo de coquetería en sus modales y los mocetones con una dosis de escepticismo por las labores del campo. Años más tarde, cuando una pareja contraía matrimonio, ya desde tiempo atrás le había “echado el ojo” a un terrenito en las inmediaciones del nuevo pueblo a fin de que no fueran tan molestos los viajes para poder ver más de cerca las fiestas que realizaban los veraneantes.

Y así fué cómo el pueblo de Ciruelos fué saliéndose de sus cabales y fué tomando en su modo de ser, doctrinas más liberales. Y fué triste ver cómo la gente joven iba despectivamente haciendo su éxodo del pueblo natal.

Así pasaron los años, y con ellos vinieron las canas sobre las cabezas de los hombres importantes de Ciruelos. Y una mañana de primavera del año […] campanas de la parroquia —lindas campañas […] infancia, que aún ahora de tan lejos las oigo […] despertando los […] de mis primeros […] anunciaban tristemente […] su tañer lastimero […] grueso tronco del […] acababa de ser derribado […] esposa de uno de los […] distinguidos vecinos […] muerto. Se le hicieron funerales con gran […] magnificencia. A este lamentable desaparecimiento siguió en años posteriores el de los tres dueños de almacenes del pueblo. […] el maestro de escuela; una profesora y la empleada del […] a pesar de su juventud, rindieron culto a la muerte. […] bueno y santo que fué mi […] a sus feligreses con […] de sus devociones, les […] años antes en […] a la eternidad.

… Y estos también [hicieron] su éxodo del pueblo.

…………………………………

¡Quién te vió y quién te ve, pueblecito de mis recuerdos! Cuando otra vez vuelva [a esos] lares y desde la cima del [cerro] de la Cruz lance la vista [sobre] tus casitas blancas […] a la vera de la […] y que en otro tiempo [estaban] rodeadas de jardines. […] acercaros a la muerte […] se va a apagando una flor […] vientos de la otoñada.

ALBERTO ARRAÑO.

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