Tour costero: mar, playas, arenas y dunas

La playa, es el sentido fundamental de los turistas en venir a Pichilemu. Aunque sus corrientes son traicioneras y sus aguas son extremadamente frías, solo aptas de aprovechar por valientes, curados de espanto de la hipotermia, y los niños, con ese milagro natural de no sentir frío en los huesos.

El balneario cuenta con varias playas. Desde el norte, en el extenso sector de Chorrillos, donde el farellón costero juega una mala pasada y se erige muy pronto e imponente varios metros de alto, cortando abruptamente la playa de arenas grises e incalculables granitos de roca molida, a unos 40 metros de la línea de alta marea. La playa es larga y en curva hacia el norte, además es angosta y estrecha entre el Pacífico y los riscos accidentados. ¿Por qué se llama Chorrillos? Este cronista lo ignora, pero sí lo salva e intuye. Resulta que son varios los chorros de agua que a manera de delicadas cascadas de tanto en tanto, de tarde en tarde y de tinto en tinto, dulcemente caen en sucesivos riegos, llantos y lamentos de fe. Para fundirse, a través de riachuelos con sus congéneres salados en los dominios de Poseidón. Uno de estos chorros de agua se impone por cantidad sobre los otros, formando una gran poza de agua encantada por la eterna juventud, protegida por una colosal roca, que sin esfuerzo, trabaja como portera de los chorrillos enclaustrados.

Siguiendo el tour costero al sur, luego de Chorrillos sucede la playa principal Las Terrazas. Ubicada al frente del centro, desde la Avenida Ortúzar hasta la caleta de pescadores, justo debajo de la ciudad, del Centro Cultural y el Parque Ross. Las arenas en tanto, siguen como de aquí al fin del mundo, de color gris empedrado. Adherida a esta playa, entre las dunas y las primeras casas, transcurre la Avenida Costanera, que cruza la playa de cabo a rabo, engalanada con filas tardías de palmeras al más puro estilo Beverly Hills. Las corrientes marinas aquí en la playa principal son como en ningunas otras playas del sector, mansas y menos veleidosas, lo que sumado a su centralismo empedernido, la hace reunir a la mayoría de familias en verano, que copan de multicolores quitasoles y endebles carpas sus arenas tibias y aguas al borde del congelamiento.

Los vendedores, con permiso y sin él, se multiplican en la temporada estival ofreciendo quebradizas palmeras, albas jaibas cocidas, dulces panes de huevo, cuchuflís rellenos con manjar, achocolatados por fuera, colegiales empolvados y conejos saltarines. También, todo lo necesario para los futuros arquitectos y constructores de la vida, con baldes, palas y rastrillos, esenciales para la construcción de castillos medievales, ranchas obreras o chalet del buen vivir, además de paletas, pelotas, discos, salvavidas, globos inflables, flotadores, y de un cuanto hay que se le ocurra pedir a la bendición de la casa.

Desde la caleta de pescadores y un vigilante San Pedro, la playa Las Terrazas termina y se empequeñece en forma abrupta, quedando reducida a cada vez menos metros de arena, en un triángulo terrestre desafiante del océano, por más pacífico que éste sea. La arena gris, que se vuelve negra al contacto húmedo del mar incesante es cada vez menos. Cunden en cambio como la peste negra, los promontorios de roqueríos negros, que brillantes en cielos negros, se reflejan en el devenir del mar negro. La Puntilla, como es conocido este sector, reúne las condiciones perfectas para los amantes de los deportes sobre las olas del mar, como lo son el surf y el windsurf. Este último, mezcla de una tabla de surf y una vela, es ideal en los días de ventisca, que no son pocos en Pichilemu, ya que no es extraño que transcurran tres o más jornadas de sol, con vientos que suspiran entre los 20 y los 50 kilómetros por hora, entremedio de noches de luna, sin siquiera una brisa, ni un soplido de deseo en el firmamento.

Los días de viento son complicados para ir a la playa a tenderse en la arena, tomar sol o caminar con soltura, ya que el viento es tal, que no son pocos los granos de arena que se levantan insurrectos al orden estricto de la gravedad, impulsados por Eolo y sus maquinaciones fraudulentas. Esos días, lo mejor es renunciar al bronceado perfecto y dejarse cautivar por la otra magia del lugar, ya que no solo de playas vive Pichilemu, sino que también, este pueblo costero basa su encanto exportando lo mejor del mundo rural y las tradiciones del campo chileno, logrando una armonía encantadora de campo y playa. Sectores campesinos hay por montones en esta zona, solo por nombrar: La Villa, Ciruelos, Palmilla, Rodeíllo, Barranca o Pañul, entre otros; que ofrecen diversos panoramas, siempre ambientados en un mundo rural, mágico y natural.

El sector de La Puntilla culmina en el capricho de un barco naufragado, desconocido y sin nombre, que nunca zarpó de puerto conocido, pero que día a día espera que los mares se desborden y lo liberen de la prisión eterna a la que fue ajusticiado por el hombre. Resulta que “El Barco”, como lógico es conocido el sector, posee proa y popa, casco y fuelle, baranda y escalera, cubierta principal y puente de gobierno, sí, hasta mástil, aunque conectado a la electricidad y no a velas, cuenta el muy navegable barco. Lastimosamente no flota sobre el mar, como de seguro pide a gritos a la luna, que algunas noches se acomoda en su vista para dormir en el mar, sino que se encuentra confinado a las rocas, que acantiladas, lo sostienen sin perturbarse en una hermosa construcción de ensueño con el paisaje.

A continuación de “El Barco”, existen varias decenas de metros de arena en la playa Infiernillo. Ojo, aquí arriba, en la última curva de esta playa, antes de que comiencen nuevamente los roqueríos, yace más bien desconocida “la vista más linda de Pichilemu”. Una baranda precaria de madera rojiblanca, serpentea en sucesivas eses, delimitando el autocuidado de no caer por la abrupta terminación de la tierra y su paso al vacío que culmina en el Infiernillo, arena y mar. Además, un par de bancas impuestas te permiten reposar y cobijar un sin fin de besos primerizos que se han visto trascender. Según los caprichos de la bruma, hacia el norte se ven hasta Chorrillos descender, incluso en las noches despejadas, un faro exiguo se aprecia alumbrar, tintineando entretenido para la mirada atraer. Al centro de la postal, “El Barco” penitente suplica al mar por dejarlo navegar. Al caer el día, las curvas iluminadas de la costanera se reflejan en las olas del mar y lo reafirman, es “la vista más linda de Pichilemu”.

Dejamos atrás la playa Infiernillo y una sucesión de rocas, para continuar hasta Playa Hermosa, la más grande de todo Pichilemu y la única con tesoros. Sobre estos últimos no me referiré debido a razones de seguridad profesional, solo diré que los hay de todas formas, texturas, tamaños y colores. Sobre que es la más grande, sí estoy autorizado a narrar. La playa es muy amplia con aproximadamente 5 kilómetros de largo, además es extremadamente ancha, ya que en algunas zonas alcanza fácil más de 100 metros entre el nivel del mar y las primeras casas costeras, aunque no es una playa apta para el baño en sentido estricto. Playa Hermosa se dobla en una curva gigantesca, tan pronunciada y distante es, que la cima de dicho capricho del borde costero es precisamente la Punta de Lobos.

Caminando por las arenas de Playa Hermosa, desde donde termina el roquerío que la separa de la playa Infiernillo hasta la misma Punta de Lobos, se tarda con paso tranquilo, soplido de mar, sol radiante y caminar sostenido, alrededor de una hora. En un paseo con la mirada fija en Punta de Lobos, que se aprecia al final de Playa Hermosa, en la mitad del recorrido, en el sector conocido como Rancho Pinares, se ofrecen dunas de hasta tres pisos de alto. Si usted prefiere el camino pavimentado y el sedentarismo del auto, es posible llegar en 10 minutos desde el centro de Pichilemu hasta Punta de Lobos, ya que son solo 6 kilómetros a través de la ruta I-500 o lo que es más fácil, la continuación de la Avenida Comercio, la cual nace desde el corazón del Parque Ross. Luego bien señalizado está el cruce donde se debe doblar a la derecha para ingresar por la avenida, que hasta ahora sin nombre, conduce directo hasta Punta de Lobos. Por decreto de este cronista atrevido, desde el cruce de la ruta I-500 hasta el último colmo de tierra que aún se sostiene en la antesala del Océano Pacífico, dejará de llamarse oficialmente N.N. para ser bautizada como “la Avenida a Mar”, denominativo no dado al azar y que no deja ni una pizca de suspicacias al conocer el lugar. La vía pavimentada con un eje por carril se tiñe de verde por la sombra de los pinos, que por ambos lados del camino acompañan la entrada de la Avenida a Mar.

A poco trascurrir la Avenida a Mar, pero esta vez a la izquierda de sus pantallas, el Océano Pacífico se abre camino en la misma curva pronunciada del final de Playa Hermosa. El ancho de las arenas depende de los caprichos de Poseidón, que aquí se dejan sentir con especiales bríos. Las olas de Punta de Lobos parecen formadas por un artista temerario y audaz. Lo cierto es que desde la primera parte de la playa de Punta de Lobos, las olas son perfectamente dibujadas por la corriente, su altura es baja comparadas con las bombas de más al fondo. En este tramo son ideales para que los surfistas principiantes aprendan a deslizarse en la ola primero, para gatear en la tabla después y pararse erguido en ella luego. En tanto, la Avenida a Mar sigue internándose en las olas, en un esfuerzo infructuoso por tender un puente sobre el Pacífico. Hacia el final las olas, por su altura, ya no son para principiantes, sino que son los más experimentados quienes danzan sobre sus tablas con bailes tan acrobáticos como increíbles, en deslizamientos constantes de rituales furtivos. Seguir por la playa es imposible ya que el farellón costero irrumpe con fiereza sin dar más oportunidad a la arena, la que se retira dando paso a la lucha eterna entre tierra y mar. Las olas aquí son despampanantes, verdaderas bombas de agua, en paredes líquidas de fuerza incontenible.

La geografía del continente americano intenta tender un paso a través del mar, pero las olas impetuosas lo hacen frenar, dejando su trabajo sin terminar pero con el par de morros sin conquistar, en dos senos gigantes de roca, que impasibles por los ataques del mar, se defienden con su sola presencia a contra mar. Por supuesto que la contienda es desigual y no mucho más allá, el agua los traspasa sin pestañar, terminando una batalla de nunca acabar, concluyendo la Avenida a Mar para dar solo paso al Mar, en un fin del camino resplandeciente, de ocasos pasados.

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